CAPITULO 1: SARA
Hacía un calor sofocante, no corría una pizca de aire. Aquellos
señores pasaron por el barrio de chabolas
por
la mañana temprano. Llevaba
puesto yo el único vestido que tenía de un blanco roto y deslucido -¿Tiraba a gris o a un azulado tal vez?- ya no me acuerdo. El callejón era un pasadizo estrecho y encalado con un surco en el medio,
un riachuelo a donde iba a parar el agua de fregar, de escamondar la ropa y toda la porquería. Mi madre decía: “que se lleve
la mugre y las moscas bien
lejos” y continuaba suspirando con orgullo: “Pero… ¡Qué bonita es la limpieza!”.
El olor del fresco de la mañana se iba desvaneciendo tras
las maniobras orquestadas por
el
ejército de vecinas que
se esforzaban por conjurar los calores. El sol rebotaba contra las paredes
rugosas de tanto blanquearlas, secando con rapidez los charcos sobre el suelo de tierra. El coche entró en el callejón encharcado con cuidado de no dejar las
ruedas en el socavón central. Pararon
justo delante de la chabola. Mi hermano gritó: ¡Ya están, ya están aquí!”. Salió mi padre, les dio la mano y no dijo nada.
Yo veía la cara de mi madre, luchando con mis trenzas; siempre me
quedaban tiesas,
cada
una a su aire, jalaba y jalaba para igualarlas. Era un
momento de sufrimiento, cada mañana igual,
pero
ese día no me quejé. No sé por qué,
pero algo me
olí
yo peor que aquel suplicio
diario ¡Lo que
son las cosas con
lo
chica que era! Yo, ya ves que
clarito tenía la que
se me venía encima; no presagiaba nada bueno, al menos desde mi perspectiva. Oía la
voz
de mi padre detrás
de
la cortina: “Esperen un momento, la niña ya está”. Salí como un muñeco de cuerda, el vestido y la dedicación de mi madre me recordó cosas agradables, cuando una vez me llevaron a la feria, pero…
¡Aquello era un velatorio! “Te vas
a ir con estos señores,
pórtate bien y
haz lo
que
te digan”. Fue
lo único
que volvió
a decir mi madre, hasta que
la volví a ver muchos
años después. De pronto quise salir corriendo, sin
embargo no pude mover un músculo, sentía los
pies clavados en el suelo. El cuerpo no me obedeció, me quedé muda. Quise
abrir la boca y no me salió palabra.
Levanté la cabeza y me encontré cuatro ojos llenos de curiosidad
y algo más que me daba repeluco
¡Ve tú a saber qué! Aquella pareja no paraba de sonreír forzadamente, con
la expresión acartonada. No
sabía qué hacer, finalmente miré a mi madre, no me devolvió
la mirada. Me adelanté despacio con la curiosidad de ver el coche que sacaba el morro delante de
la puerta.
Nunca había visto uno
tan
cerca,
por
un momento tuve
el impulso de acercarme, me volví a quedar parada, sentí una mano, la señora me cogió y me metió dentro. Estaba sin fuerzas,
el cuerpo se me volvió de trapo. El coche
arrancó, yo me quedé con las manos entre las piernas y la cabeza gacha.
Al rato un ruido me sacó de allí. Me sequé los ojos y la nariz con las
manos y miré por la ventanilla: Un barco enorme, colosal, atracado en la ría.
Había gente en una cola subiendo por la escalerilla. Me hicieron bajar y me quedé al lado del coche rodeada de bultos. Cuando pude
despegar la mirada de la mole del barco, sentí trasladarme a otra parte. Estaba
la mar de bien, como si siempre
hubiera estado allí.
Había un pretil blanco de azulejos añil a
lo largo del paseo
del muelle. A
través de los dibujos
que
formaban sus
columnas, las líneas del agua y
el paisaje verde de pinos, me parecieron pinturas de pájaros alados y brillantes.
Cada
hueco era un cuadro en movimiento,
una
tira de alegres dibujitos que
salpicaban el agua entre chisporroteos. Un chaval alzaba la gorra saludando.
Yo
seguí mirando y vi como, con su cuerpo sobre el mar y los brazos en el cielo, un ave destartalada, divertida pescaba a gorrazos. Aquello se terminó de un plumazo, una voz me despertó del trance -¡Vamos, niña!
Me cogió de
la mano y me arrastró. Engullida por la bulla, desaparecí nadando entre los peces
y las olas.
Sara escuchaba embelesada, como siempre, la historia de la llegada de su abuela a Marruecos desde un pueblecito del sur de Andalucía. No pudo reprimir la exclamación:
- ¡Qué duro tuvo que ser para ti, abuela! –
- Ay niña, ya pasó. Pero luego, menos mal, pasaron muchas cosas más.
Y si no, dime ¿Dónde estarías tú?
Al cabo de los años la niña Candela creció trabajando en la casa del
diplomático español. Un día su esposa cayó enferma y murió a los pocos meses. Éste no tardó en casarse con ella al
cumplir los
17
años.
-
Bueno, cuenta abuela –añadió Sara- ¿Qué era eso tan importante que tenías que
decirme?
- Tienes razón cariño, no sé por qué te cuento estas cosas si tú ya
las sabes.
A la espera de que Candela le contara y terminara de hacer el té de menta y un café para ella, Sara estaba ya en otra parte.
Pensaba en mil cosas y en la siesta, momentos antes de llegar a su
casa. No sabía qué
le hacía estar tan ensimismada. Recorría mentalmente los espacios
y
las sensaciones
vividas horas antes, al
rumor de
las
canciones en francés de los niños jugando en la calle y el de los vendedores
ambulantes anunciando su mercancía al compás rutinario marcado por la
llamada del almuédano a
la oración. Cuando las sensaciones
se enturbian...
El calor cierra la estancia a una luz
imposible, intentando adormilar mis
sentidos a través de la penumbra, ruedo entre las sábanas para descubrir
algún
frescor perdido entre
sus pliegues.
En
mi cabeza abotargada
no fluyen pensamientos, solo mi cuerpo
como
una
máquina
averiada,
comienza
a emitir
sensaciones desconocidas, de peso, de
vacío, de energía paralizada y
extenuante que pugna por salir, un cacharro en marcha a punto de arrancar. Soy presa del vértigo, paralizada en una inmovilidad extraña. El mundo a mi alrededor desaparece y no hay
más
vida que las
de
mis entrañas. ¿Recuperaré
la calma cotidiana de
lo previsible? Se me abalanza el pánico. Mi cuerpo se rebela amordazando el ánimo. ¡Por dios, la soledad se hace carne!
Hago un esfuerzo descomunal por sacudir mis sentidos. Pero no estoy
dormida, no es un sueño. Los músculos
responden a mi orden poco a poco,
abro
los ojos, estoy tumbada sobre las sábanas húmedas del sudor. En el
techo de
la habitación, tres barras candentes se escapan entre las persianas
que
clausuran el espacio del sofocante calor exterior.
Una hora antes, Sara se recogía el pelo, una melena larga y lacia de color castaño, demorándose en el peinado.
Su
abuela la esperaba. Al salir de casa, atravesó la calle hacia la
hilera de árboles que resguardaban la acera del sol. Paró un momento en una tienda de
la avenida para comprar los dulces de pistacho y miel que tanto le gustaban a su abuela - Siempre los
había estimado
superiores a los pestiños de su infancia- pensó con una sonrisa. Cogió el autobús que le llevaría a la entrada misma de la Medina. Su abuela vivía allí desde muy joven; siendo niña, fue enviada a trabajar en la casa de un diplomático español, allá por mitad de los años veinte. Reposó sobre la falda el
paquete de pasteles
y los
recogió con sumo cuidado entre sus manos, mientras miraba las fachadas deslizarse
tras los cristales
del
autobús como descendían desde
los altos edificios modernos del extrarradio
hasta las casas bajas de
azoteas blancas, calles estrechas abigarradas de comercios y de gente.
Los jóvenes apoyados sobre los muros blancos que separan la playa del paseo;
ellas lucen todo tipo de indumentaria occidental o
con
chilabas, sentadas en los
bancos de hierro. Sin darse cuenta, se iba fijando en
toda aquellas gentes situadas al pie de
una escalera o junto a sus casas.
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