martes, 10 de enero de 2017

BAILANDO EN LA FRONTERA










CAPITULO 1: SARA





Hacía un calor sofocante, no corría una pizca de aire. Aquellos sores pasaron por el barrio de chabolas por la mañana temprano.  Llevaba puesto yo el único vestido que tenía de un blanco roto y deslucido -¿Tiraba a gris o a un azulado tal vez?- ya no me acuerdo. El callejón era un pasadizo estrecho y encalado con un surco  en el medio, un riachuelo a donde iba a parar el agua de fregar, de escamondar la ropa y toda la porquería. Mi madre decía: “que se lleve la mugre y las moscas bien lejos” y continuaba suspirando con orgullo:Pero¡Qué bonita es la limpieza!.

El olor del fresco de la mañana se iba desvaneciendo tras las maniobras orquestadas por el ejército de vecinas que se esforzaban por conjurar los calores. El sol rebotaba contra las paredes rugosas de tanto blanquearlas, secando con rapidez los charcos sobre el  suelo de tierra.  El coche entró en ecallejón encharcado con cuidado de no dejar las ruedas en el socavón central. Pararon justo delante de la chabola. Mi hermano gritó¡Ya están, ya están aquí!. Salió mi padre, les dio la mano y no dijo nada.
Yo veía la cara de mi madre, luchando con mis trenzas; siempre me quedaban tiesas, cada una a su aire, jalaba y jalaba para igualarlas. Era un momento de sufrimiento, cada mañana igual, pero ese día no me quejé. No por qué, pero algo me olí yo peor que aquel suplicio diario ¡Lo que son las cosas con lo chica que era! Yo, ya ves que clarito tenía la que se me venía encima; no presagiaba nada bueno, al menos desde mi perspectiva. Oía la voz de mi padre detrás de la cortina: Esperen un momento, la niña ya está”. Salí como un muñeco de cuerda, el vestido y la dedicación de mi madre me recordó cosas agradables, cuando una vez me llevaron a la feria, pero… ¡Aquello era un velatorio! Te vas a ir con estos señores, pórtate bien y haz lo que te digan. Fue lo único que volvió a decir mi madre, hasta que la volví a ver muchos años después. De pronto quise salir corriendo, sin embargo no pude mover un músculo, sentía los pies clavados en el suelo. El cuerpo no me obedeció, me quedé muda. Quise abrir la boca y no me salió palabra. Levan la cabeza y me encontré cuatro ojos llenos de curiosidad y algo más que me daba repeluco ¡Ve a saber qué! Aquella pareja no paraba de sonreír forzadamente, con la expresión acartonada. No sabía qué hacer, finalmente miré a mi madre, no me devolvió la mirada. Me adelan despacio con la curiosidad de ver el coche que sacaba el morro delante de la puerta. Nunca  había  visto  uno  tan  cerca,  por  un  momento  tuve  eimpulso  de acercarme, me vol a quedar parada, sen una mano, la sora me cogió y me metió dentro. Estaba sin fuerzas, el cuerpo se me volvió de trapo. El coche arrancó, yo me quedé con las manos entre las piernas y la cabeza gacha.
Al rato un ruido me sa de allí. Me sequé los ojos y la nariz con las
manos y miré por la ventanilla: Un barco enorme, colosal, atracado en la ría.
Había gente en una cola subiendo por la escalerilla. Me hicieron bajar y me quedé al lado del coche rodeada de bultos. Cuando pude despegar la mirada de la mole del barco, sen trasladarme a otra parte. Estaba la mar de bien, como si siempre hubiera estado allí.
Había un pretil blanco de azulejos il a lo largo del paseo del muelle. A través de los dibujos que formaban sus columnas, las líneas del agua y el paisaje verde de pinos, me parecieron pinturas de jaros alados y brillantes. Cada hueco era un cuadro en movimiento, una tira de alegres dibujitos que salpicaban el agua entre chisporroteos. Un chaval alzaba la gorra saludando. Yo seguí mirando y vi como, con su cuerpo sobre el mar y los brazos en el cielo, un ave destartalada, divertida pescaba a gorrazos. Aquello se terminó de un plumazo, una voz me desper del trance  -¡Vamos, niña!  Me cogió de la mano y me arrastró. Engullida por la bulla, desapare nadando entre los peces y las olas.

Sara escuchaba embelesada, como siempre, la historia de la llegada de su abuela a Marruecos desde un pueblecito del sur de Andalucía. No pudo reprimir la exclamación:

- ¡Qué duro tuvo que ser para ti, abuela!

- Ay niña, ya pasó. Pero luego, menos mal, pasaron muchas cosas más. Y si no, dime ¿nde estarías ?

Al cabo de los años la niña Candela crec trabajando en la casa del diplomático español. Un día su esposa ca enferma y murió a los pocos meses. Éste no tardó en casarse con ella al cumplir los 17 años.

- Bueno, cuenta abuela –añadió Sara- ¿Qué era eso tan importante que tenías que decirme?
- Tienes razón cariño, no por qué te cuento estas cosas si ya las sabes.
A la espera de que Candela le contara y terminara de hacer el té de menta y un ca para ella, Sara estaba ya en otra parte.
Pensaba en mil cosas y en la siesta, momentos antes de llegar a su casa. No sabía qué le hacía estar tan ensimismada. Recorría mentalmente los espacios  y  las  sensaciones  vividas  horaantes,  al  rumor  de  las canciones en francés de los niños jugando en la calle y el de los vendedores ambulantes anunciando su mercana al coms rutinario marcado por la llamada del almuédano a la oración. Cuando las sensaciones se enturbian...
El calor cierra la estancia a una luz imposible, intentando adormilar mis sentidos a través de la penumbra, ruedo entre las sábanas para descubrir algún frescor perdido entre sus pliegues. En mi cabeza abotargada  no fluyen pensamientos, solo mi cuerpo como una máquina averiada, comienza a emitir sensaciones desconocidas, de peso, de vao, de energía paralizada y extenuante que pugna por salir, un cacharro en marcha a punto de arrancar. Soy presa del vértigo, paralizada en una inmovilidad extraña. El mundo a mi alrededor desaparece y no hay más vida que las de mis entrañas. ¿Recuperaré la calma cotidiana de lo previsible? Se me abalanza el pánico. Mi cuerpo se rebela amordazando el ánimo. ¡Por dios, la soledad se hace carne!
Hago un esfuerzo descomunal por sacudir mis sentidos. Pero no estoy dormida, no es un sueño. Los músculos responden a mi orden poco a poco, abro los ojos, estoy tumbada sobre las sábanas medas del sudor. En el techo de la habitación, tres barras candentes se escapan entre las persianas que clausuran el espacio del sofocante calor exterior.
Una hora antes, Sara se recogía el pelo, una melena larga y lacia de color casto, demorándose en el peinado. Su abuela la esperaba. Al salir de casa, atravela calle hacia la hilera de árboles que resguardaban la acera del sol. Paró un momento en una tienda de la avenida para comprar los dulces de pistacho y miel que tanto le gustaban a su abuela - Siempre los había estimado superiores a los pestiños de su infancia-   pen con una sonrisa. Cogió el autobús que le llevaría a la entrada misma de la Medina. Su abuela vivía allí desde muy joven; siendo niña, fue enviada a trabajar en la casa de un diplomático español, allá por mitad de los años veinte. Repo sobre la falda el paquete de pasteles y los recogió con sumo cuidado entre sus manos, mientras miraba las fachadas deslizarse tras los cristales del autos como descendían desde los altos edificios modernos del extrarradio hasta las casas bajas de azoteas blancas, calles estrechas abigarradas de comercios y de gente. Los jóvenes apoyados sobre los muros blancos que separan la playa del paseo; ellas lucen todo tipo de indumentaria occidental o con chilabas, sentadas en los bancos de hierro. Sin darse cuenta, se iba fijando en toda aquellas gentes situadas al  pie de una escalera o junto a sus casas.

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