miércoles, 7 de enero de 2015

RAPUNZEL EN LA LECHERÍA


Una mujer alta, gorda, el cutis terso y la cara curtida por la edad y por el trabajo, el mo recogido hacia ats en un rodete, el pelo negro, resurgiendo alguna cana entre las sienes. Enteramente vestida de negro. No sé si aquella cara era el resultado de tal estiramiento o del trastear con leche. Vendía huevos y leche, salían de la nada. El despacho de venta, impoluto, pintado de verde manzana, como un sanatorio, como un manicomio,  recogido del  calor  a  través  de la  penumbra  luminosa.  Elo  alto  se  descorría  una mampara de madera y su hija se asomaba, alta, delgada, muy bonita, con el pelo trigueño recogido como su madre. Su belleza era escondida, matizada por el gesto de sufrimiento incrustado en el semblante. Se dirigía a mí dejando caer una larga trenza de preguntas que no alcanzaba el suelo. La madre le instaba, una  otra  vez,  a  retirarse  con  paciencia  autoridad.  Ella  temblaba  y continuaba su letanía enfebrecida, temerosa en su apresuramiento. Confusa, yo recogía el paquete de huevos bien envueltos en papel de periódico y me despedía. La visión de la princesa convertida en ángel, convertida en presa. Ni rastro de la leche. El paquete, la vuelta del cambio en la otra mano, guardaba un tesoro sin descubrir, el de la princesa muerta. Pero ella vivía en la torre alejada y ajena al cada día. Yo por tanto volvía y volvía a pisar el suelo caliente de la acera, vacío y lleno de gente conocida que pasaba sin dar conmigo. El trayecto era corto, al llegar, mi madre me pidió el cambio. Yo no lo tenía, no sabía. El rapapolvo fue mayúsculo, demencial, la tierra se abrió, las monedas estaban al fondo. Engastada en el precipicio, sorteé sus profundidades gracias a la trenza de Rapunzel.

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